Atolondramiento español

Sánchez aspiraba a que España boxeara por encima de su peso internacional. La realidad es que consigue resultados exiguos a precios exagerados

Una de las pulsiones que experimenta un político cuando forma gobierno tras alcanzar el poder es creer que una parte de las decisiones de sus antecesores requieren revisión.

Esa suerte de adanismo político obedece a causas diversas –ideológicas o de aplicación de su modelo económico, por ejemplo– y afecta a distintas áreas de gobernanza, desde la política social a la fiscalidad. Hacer las cosas de manera diferente o legislar en sintonía con las promesas electorales no es, en sí, criticable.  

A fin de cuentas, cuando se obtienen los votos necesarios para gobernar, lo normal es actuar con arreglo al programa que se defiende. Lo que sí es censurable, además de peligroso, es el atolondramiento, la improvisación y la ejecución chapucera de las decisiones de más calado, como las que afectan a la seguridad, a la balanza comercial o a la política exterior. 

A juzgar por la evidencia disponible, los pasos del Ejecutivo de Pedro Sánchez respecto de los dos países principales del Magreb, Marruecos y Argelia, adolecen de ese adanismo hasta el punto de que parecen dados por aficionados.

No se explica de otra manera que los acontecimientos de los últimos dos años en la frontera sur hayan conducido a una situación en la que no se obtienen beneficios geopolíticos mientras se paga un precio económico y estratégico que tardará años en amortizarse. 

Ir tirando 

Los sucesivos gobiernos de la etapa democrática han preferido eludir la revisión profunda de la relación con Marruecos. En su lugar, se ha alimentado el relato de la «amistad tradicional» y de los «vínculos históricos» para aceptar una política de hechos consumados que el reino alauí renueva periódicamente a su favor.  

Ninguno de los presidentes españoles desde Adolfo Suárez ha encontrado el momento, o el valor, para liquidar las consecuencias de la precipitada descolonización del Sáhara Occidental, un abandono a la carrera efectuado cuando Francisco Franco yacía en la cama del hospital de la que no se levantaría. 

Desde entonces, la manera en que España ha desarrollado su relación con Rabat y, subsidiariamente, con Argel ha sido centrarse en la economía (comercio bilateral, oportunidades de inversión directa y acceso a energía abundante y barata) y gestionar de la mejor manera posible los retos planteados por la inmigración ilegal y por la seguridad frente a las amenazas islamistas.  

La aplicación de la «real politik» a cualquier cuestión enquistada, como la del Sáhara, forma parte de las tareas menos gratas de un gobernante

Esa actitud, la de «ir tirando» sin abordar la raíz de los problemas, ha sido posible desde que España descubrió que lo más práctico era fundirse con la posición de la Unión Europea respecto a los países de la región. El problema es que Marruecos, mientras tanto, no ha dejado de avanzar hacia su principal objetivo estratégico –el reconocimiento total de su soberanía sobre el Sáhara Occidental– dando pasos cada vez más asertivos. 

La ocasión más reciente se la propició la torpe gestión de la hospitalización en Logroño del líder de Frente Polisario, Brahim Gali, en abril de 2021, decidida por la entonces ministra de Exteriores, Arantxa González Laye. Un estado soberano es libre de aceptar la entrada en su territorio de quien considere oportuno, máxime cuando se trata de un ciudadano propio, como es Gali por haber nacido en el Sáhara cuando era una provincia española.  

Pero también está obligado a calibrar las implicaciones de sus actos. Todo indica que González Laye no sopesó –por inexperiencia, por falta de información o por no atender las advertencias de su equipo– que la presencia de Gali sería utilizada por Rabat como pretexto para dar el paso más hostil contra España desde la Marcha Verde en 1975. 

La crisis desatada por el asalto de 10.000 inmigrantes a la valla de Ceuta en mayo de 2021 generó en el Gobierno de Pedro Sánchez dos imperativos: uno urgente y otro de gran calado. La urgencia –desactivar la tensión con Marruecos– se logró entregando la cabeza de la ministra al reino alauí a modo de penitencia.  

La de rango estratégico fue la carta enviada por el presidente del Gobierno al rey Mohamed VI el pasado 14 de marzo en la que se reconocía su aspiración sobre el Sáhara Occidental. El texto canceló de un plumazo la postura mantenida por la diplomacia de Madrid durante 46 años sin obtener ninguna contraprestación marroquí respecto de los intereses de españoles. 

La bisoñez de un ministro no es la única, ni siquiera la principal, causa de una crisis internacional, pero no se puede ignorar en el caso de los últimos episodios relacionados con el Magreb. Si González Laye pecó de inexperiencia, el actual ministro, José Manuel Albares, parece haber actuado con una falta grave de apreciación sobre los escenarios que el giro radical respecto del Sáhara podría generar en las restantes casillas del tablero.

Y Sánchez, sin cuya anuencia no se habría tomado la decisión, tampoco puede eludir su responsabilidad. Como mucho, podrá entregarle a Argel la cabeza de Albares. 

José Manuel Albares Bueno.

Ceuta y Melilla al fondo 

La aplicación de la «real politik» a cualquier cuestión enquistada, como la del Sáhara, forma parte de las tareas menos gratas de un gobernante, obligado a anteponer intereses a valores. La carta del 14 de marzo es moralmente problemática en la medida en que viene a ser un segundo abandono de los saharauis.  

Sin embargo, tendría más sentido desde la perspectiva política si se hubiera obtenido una concesión comparable de Marruecos. Esa concesión no puede ser otra que una renuncia explícita a cualquier pretensión sobre la soberanía española en Ceuta y Melilla. Y, además, garantías firmes en materia de seguridad fronteriza, de inmigración y de vigilancia antiterrorista. 

El Gobierno no ha presentado ninguna justificación de esa naturaleza, ha actuado en solitario en una cuestión de Estado que debería haber consensuado con el primer partido de la oposición y, encima, ha violentado la relación con Argelia en un momento extremadamente delicado. Pese a las garantías argelinas de que sus represalias no afectarán los compromisos de suministro de gas, se abre la puerta a que cualquier contrato nuevo sea más oneroso. 

Además, España deja de ser un socio comercial privilegiado de Argel justo cuando Italia maniobra para asumir esa condición. Y cuando Rusia acrecienta su cercanía con el Gobierno argelino para enredar todo lo que pueda en la política de Europa en el norte de África. El ministro Albares tuvo que viajar con urgencia a Bruselas para asegurarse el apoyo de la UE para limitar los daños, lo que constituye en sí mismo un daño añadido al fiasco sahariano. 

La aspiración de Sánchez cuando llegó a la Moncloa era que España volviera a boxear por encima de su peso en el escenario internacional. La realidad es que el crédito logrado durante la negociación de los fondos comunes para la recuperación del Covid-19 y para limitar el impacto del gas en la factura eléctrica queda desdibujado por una actuación en el Magreb que, a la vista de lo que se conoce de momento, ha conseguido un resultado exiguo a un precio exagerado. 

La decisión de Trump que Biden mantendrá 

El origen del endurecimiento de Rabat sobre la cuestión del Sáhara Occidental se sitúa en un tablero –el de las relaciones de Israel con el mundo árabe– en el que el relato de la «tradicional amistad» española ha contado para poco. El 10 de diciembre de 2020, Donald Trump formalizó el reconocimiento norteamericano de la soberanía marroquí sobre la excolonia española.

La medida formaba parte de una operación más ambiciosa impulsada por la Casa Blanca para lograr el reconocimiento de Israel por los estados árabes más influyentes. Ese triunfo diplomático, el mayor de su reinado, permitió a Mohamed VI mover ficha contra España con las espaldas cubiertas. 

A cambio, los Estados Unidos fortifican su posición en una región crítica para sus intereses. Por tanto, no es esperable que la administración de Joe Biden revierta la decisión. A lo que sí se puede aspirar es que Washington influya a favor de España respecto a una eventual reclamación sobre Ceuta y Melilla.

Desde que Biden asumió la presidencia, Pedro Sánchez se ha esforzado por robustecer la relación con los Estados Unidos, mermada desde que José Luis Rodríguez Zapatero ordenó la precipitada retirada de Irak en 2004. Hasta ahora no parece haber logrado progresos tangibles. 

La crisis con Argel motivó que la presencia española en la reciente Cumbre de las Américas, impulsada por el Departamento de Estado norteamericano, quedara rebajada porque el ministro Albares tuvo que acudir con urgencia a Bruselas.

La próxima oportunidad de Sánchez para que Biden visibilice la condición de España como aliado de primer nivel se producirá a finales de mes en los pasillos de la cumbre de la OTAN en Madrid, pero es probable que no pase del nivel de gesto de cortesía con el país que organiza la cita. 

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