Bipolaridad centenaria en China

SIN SUSCRIPCIÓN ● Xi combina el confucionismo, que perdura en la psique, con un nacionalismo exacerbado y propone un pacto sencillo para China

Xi combina el confucionismo, que perdura en la psique colectiva, con un nacionalismo exacerbado y propone un pacto sencillo

El país más populoso de la tierra festeja estos días el primer centenario del Partido Comunista Chino (PCCh). El aniversario, en sí mismo, es indicativo del éxito de la organización fundada el 1 de julio de 1921. Pero lo que lo convierte en un hito histórico sin paragón, es la posibilidad –o, quizá, la probabilidad— de que perdure 100 años más hasta celebrar su segundo siglo de vida. 

El PCCh es el corazón de la arquitectura política y administrativa china: el ‘estado-partido’ que, desde la fundación de la República Popular en 1949, ha transformado a uno de los países más complejos, pobres y devastados por la guerra en la única potencia capaz de reclamar la primacía global a los Estados Unidos.  

El proceso liderado por el partido que llevó al poder a Mao Zedong constituye el experimento político, social y económico más exitoso desde la Revolución Francesa. Tanto, que aspira a sustituir al modelo demoliberal surgido tras la Segunda Guerra Mundial.

En la reciente cumbre de la OTAN, Joe Biden apremió a los aliados a afrontar ese desafío con una advertencia impensable hace una década. Es posible, insinuó, que sea tarde ya para que las democracias compitan con China. 

La construcción de un imperio 

Los imperios van consumiendo etapas –fundación, ascenso, hegemonía— hasta llegar, inevitablemente, a su declive y disolución. Xi Jinping, presidente de China y secretario general de su partido único, no contempla esa posibilidad.

Su ambición es materializar el ‘zhōngguó mèng’, el «sueño chino». Desde que alcanzó el poder, Xi ha dado pasos decididos para asegurar que sea él quien pilote esa estrategia.  

Su política combina iniciativas tan benignas como luchar contra la corrupción o impulsar el programa espacial a otras que revelan la implacabilidad con que ejerce el poder, como la asimilación forzosa, con tintes de genocidio, de los uigures en la provincia de Xinjiang y la eliminación de las libertades de Hong-Kong.  

En 2018, Xi, de 68 años, consiguió que el PCCh eliminase de la Constitución la limitación a dos de los mandatos presidenciales y que el «Pensamiento Xi Jingping» fuera elevado a la categoría de doctrina estatal. Xi, como Mao, se ha convertido en un emperador sin corona, un dictador sine-diae. 

El triunfo del comunismo chino es el experimento más exitoso desde la Revolución Francesa. La factura es de 26 millones de muertos

Setenta y dos años después de la fundación de la República Popular, China está a punto de lograr el récord de dictadura más longeva que, con 74 años, conserva la URSS. Lo que más la diferencia, sin embargo, no es su longevidad, sino que ha sabido remontar sus monumentales fracasos.

El Gran Salto Adelante (1958-1961) y la Revolución Cultural (1966-1976) de Mao costaron millones de muertos (un mínimo de 26, aunque hay investigadores que elevan la cifra hasta los 60 millones), entre hambrunas y represión, y devastaron el país más que la ocupación japonesa (1937-1945).  

La segunda revolución, impulsada por Deng Xiaoping a partir de 1982, instituyó una transformación radical orientada a fomentar la iniciativa personal, la propiedad privada y a crear una economía moderna que ha sacado a centenares de millones de chinos de la pobreza, creando, de paso, la mayor clase media del mundo.

Paralelamente, China se ha establecido, primero, como un gigante manufacturero e industrial y, ahora, como una potencia tecnológica. 

El pacto social que impone el PCCh traduce la bipolaridad, la aparente incongruencia, de una dictadura comunista sustentada en una economía (casi) capitalista.

El trato es sencillo: el estado-partido se ocupa de reducir la desigualdad, mejorar la vida cotidiana y dar acceso a los beneficios del capitalismo. A cambio, hay que obedecer los dictados del partido y abstenerse de cualquier veleidad democrática. Su ejecución requiere una delicada combinación de planificación y flexibilidad; convicción y represión. 

Xi ha conseguido combinar el confucionismo que perdura en la psique colectiva con un nacionalismo exacerbado. La demoscopia se practica poco en China, pero los escasos datos disponibles indican que una mayoría de la población (en torno al 80 por ciento) está contenta con su suerte y orgullosa de su país. 

La tercera revolución china, iniciada cuando Xi Jingping llegó a la jefatura del partido en 2012 y del país, un año después, muestra la capacidad del PCCh para responder al ingente desafío de gobernar a más de 1.400 millones de habitantes y explotar las oportunidades derivadas de su potencia económica y sus avances tecnológicos.

La nueva Ruta de la Seda que impulsa Pekín busca capilarizar el alcance de su economía mediante un inmenso plan de infraestructuras entre Asia y Europa, con ramificaciones en África y Oceanía. Mientras, la innovación le permite presentarse como alternativa a los Estados Unidos y Europa en materia de tecnología.

La combinación de ambos elementos, junto a un ingente gasto militar y una diplomacia agresiva, pretende consolidar un entramado de influencias entre la metrópoli virtual y los países que acepten una relación clientelar a la que resulte muy costoso renunciar.

Las inversiones soberanas chinas ascienden a 1,1 billones de dólares, a las que suman otros 2 billones en inversiones financieras y corporativas. 

Hacia la distopía 

El factor crucial para el cumplimiento de los planes de Xi es el control de su población. Junto a los métodos autoritarios de siempre, (un sofisticado aparato de seguridad y una cultura de la delación), China lleva años desplegando una tupida red tecnológica destinada a vigilar a toda la sociedad y detectar cualquier indicio de amenaza interna.  

La nueva fase de esa vigilancia orwelliana consiste en un sistema de créditos sociales, una suerte de carné de puntos virtual, que contabilizará tanto méritos como transgresiones de toda la población.

El número de créditos de cada habitante determinará, eventualmente, la mayoría de las facetas de su vida, desde su acceso al empleo a su fiabilidad política. Los avances chinos en big data e inteligencia artificial están en camino de que se cumpla en una distopía sacada de «Black Mirror». 

El Partido –así, con mayúsculas— es el cemento que da cohesión y eficacia a todos los elementos de la compleja realidad china. Su éxito no solo es un fenómeno histórico sino un modelo peligrosamente atractivo para quienes dan por caducado el credo demoliberal.

El comunismo chino es «el autoritarismo más exitoso de la historia», como afirma The Economist. Más que su ingente economía o su músculo militar, ésa su principal amenaza: que se convierta en el paradigma dominante de un futuro que ha empezado ya. 

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